domingo, 29 de maio de 2016

RELATOS DEL ATENEO (CÁCERES)




“DOLORES DEL ALMA”

Tengo una espina clavada en el alma,
Está intentando apoderarse de mí.
El dolor me va matando,
Ha sacado sus garras,
Se ha aferrado, no se quiere ir.
¡Ay dolor, dolor de mis penas!
Dime al menos si podré vivir.
No sé cómo, ni dónde, ni cuándo,
No sé nada, ¿por qué a mí?
Quieres enseñarme tu lado de malas,
Y me haces llorar,
Me has robado el reír.
Una mueca triste invade mi cara,
Mi cabeza va y viene sin saber a dónde ir.
¡Ay dolor, dolor de mi alma!
Quiero saber por qué estoy así,
Como un huésped llegaste a mi casa,
Y en el cuarto más oscuro te quedaste a vivir.
¡Ay dolores, angustias sin calma!
Me tienes anclado a un mundo gris.
No hay colores, ni rosas, ni ramos,
En mi mundo no hay nada
Que merezca este fin.



      El tintero se va consumiendo poco a poco, al igual que la única vela que alumbra mi habitación esta fúnebre noche. Es muy tarde, lo sé, pero desde hace unos meses mi vida ya no tiene horarios, y vaga días y noches buscando un sitio en este mundo, con el alma a los pies. Acababa de terminar el primer poema de la obra que narra mi vida, pero tristemente el papel ha acabado emborronado por culpa de una traicionera lágrima, fruto de mi frustración.
      Una vez escuché decir a un hombre que vivía dos puertas antes que la mía, que el dolor es él mismo una medicina, a lo mejor por eso he decidido contar mi historia.
La peor manera de morir de todas es la autodestrucción. Tal vez la mía vaya sobre ello, o tal vez solo fue el destino quien decidió mi suerte, y cambió todas las palabras risueñas de este escritor desentrenado.
      Pero, muy a mi pesar, mi corazón no ha ganado la batalla contra el miedo, y no ha podido expresar por qué estoy aquí. Quizás, y solo quizás, con un poco de esfuerzo, esta noche logre contar lo que el dolor se llevó de mí. Son las cuatro y media de la mañana y he decidido empezar por el principio.

[…]

       Ahí estaba yo, joven y esbelto, sin una marca de vejez ni de cansancio en mi rostro, rezumando felicidad. El apañado columpio era un poco inestable, la lluvia y el granizo habían amenazado varias veces con derrumbarlo, y junto con él, a mi infancia. Pero contra viento y marea mi columpio seguía allí, en el mismo sitio de siempre, aguantando mi peso y mi presencia, sin derecho a replicar.
      Hacía varios días que me sentía especialmente feliz; mi padre me había dicho que la primavera tenía algo que ver en todo esto, y que el polen me había afectado a las hormonas, y me había regalado el poder de la risa. Por aquel entonces todo me parecía digno de ser alabado, el monte, el columpio, los árboles, las amapolas… ¡Dichosas amapolas que no me dejaban vivir en paz! Pero cómo hablar de ellas en plural si solo era una… La más hermosa de las amapolas de ese abril se paseaba día sí y día también por el pueblo, agarrada del brazo de su hermana Clara, mirándome de reojo, con timidez, y marchándose tras un rastro de perfume que envolvía mis sentidos, y la acera entera.
      Al final me armé de valor y salí a la plaza para esperar, como todas las tardes, a que pasara ella, con un vestido despampanante y unos guantes blancos hasta el codo, que realzaban sus manos y sus dedos y se convertían en mi centro de atención. Esperando estuve tres cuartos de hora hasta que por fin llegó, esta vez sola. Levanté la cabeza alarmado, buscando su mirada entre la multitud. Sus ojos eran de un verde agua, tan sinceros y limpios, que reflejaban todo lo que veían a su paso, también a mí. Es verdad eso de que los ojos son una ventana al alma, pero solo para aquellos que están dispuestos a abrirlas de par en par, como hacía ella cada vez que los posaba sobre los míos, cortándome hasta el aliento. Corrí para poder alcanzarla y le agarré la mano. Mi corazón hacía tanto ruido, que me dio hasta vergüenza.
      - ¿Aurora?
      - Perdone, no le conozco, ¿por qué sabe mi nombre?
     - Había escuchado hablar a las vecinas de usted, dicen que lleva poco en el pueblo, ¿es cierto?
     - Sí, he llegado hace unos meses, mi hermana Clara y yo nos hemos mudado aquí para alejarnos de la algarabía urbana. ¡Ah! Discúlpeme, su nombre es…
      En ese instante apareció mi padre y me cogió del brazo. Solo me dio tiempo a decirle un apagado “hasta pronto”, que se convirtió en la promesa de que en verdad, nos veríamos en el menor tiempo posible.

AURORA

Eres fuego, eres luz
Eres mía, pero sigues siendo tú.
Vida eres, y vida me das
Como lo prohibido, eres tabú.
Has abierto la puerta
Y has pasado primero,
Siempre irás primero tú.

El campo lucía un verde intenso aquella tarde. Yo buscaba su mirada entre las flores y su risa entre el canto de los pájaros. Nunca me había podido imaginar que lo que realmente me enamoraría de ella era su templanza, su forma de hacérmelo ver todo de color, trasladándome cada día a un mundo distinto al que vivía, sin preocupaciones ni obligaciones. Solo con ella bastaba. Unas escasas seis letras eran, y un solo nombre el que me hacía soñar.
Había pasado ya un mes desde ese fugaz encuentro en la plaza. La promesa se hizo realidad y cada día desde el mes que abría las tierras, iba junto a ella. Paseábamos por las enrevesadas calles como dos completos enamorados, ciegos el uno por el otro. Unas voces envidiosas murmuraban a nuestro paso, convirtiéndose en un silbido molesto que nunca paraba de inventar. Pero, ¿qué importaba, si al fin y al cabo yo era feliz? Porque gracias a Aurora mis pasos eran más firmes y decididos. Ella era mi bastón al caminar, mi único recuerdo de una vida que valía la pena vivir.
Una noche a principios de verano tuve la necesidad de salir al campo. Las estrellas me miraban centelleantes desde el manto nocturno, querían que les prestase atención, y que borrara de mi mente el recuerdo de aquella joven, el motivo de mi risa y de mi llanto. Hacía varios días que Aurora no era la misma. El rojo de sus mejillas se estaba apagando y su cara se veía inmersa en una profunda tristeza que me arrancaba el alma. Una vez empezó a toser bruscamente, y por la falta de aire se desmayó. La llevé corriendo al hospital y le diagnosticaron aquella maldita enfermedad que se quería llevar lo más preciado que tenía en la vida. La soledad amenazaba muchos días con entrar en mi casa; yo luchaba contra todo para que se quedara fuera, para que esperara el mayor tiempo posible, que yo no podría vivir sin ella, que lo tenía que entender.
Me dijo que nunca rompiera la promesa, que ella tampoco lo haría. Me dijo que no iba a morir, sino a mudarse a un sitio más acogedor donde siempre viviría feliz, dijo que se había comprado una casa en mi corazón; y que allí estaría para siempre junto a mí, para no dejarme nunca solo.
Minutos después mi frágil amapola marchitó. Tan delicados eran los pétalos que la envolvían, que no fui capaz de cuidarla otra primavera más. Me sumí en un invierno infinito, donde ninguna flor pudo brotar y crecer, y ni siquiera perecer como aquella amapola de terciopelo que ahora descansa en lo más profundo del alma de este atormentado ser.

DE VIDA Y MUERTE

Vive un recuerdo temprano
En el cuerpo de un humano,
En sus manos.
Una semilla que se hizo planta
Que ahora duerme,
Que ahora descansa.
Vive el mundo
Y la vida pasa,
Han muerto mis sueños,
Perecido han mis ganas.
Todo lo tenía,
Ahora no tengo nada.
Es triste enamorarse,
Y luego empapar la almohada
Con lágrimas de oro,
Con fina sal de plata.
Te he buscado por tierra
Y no he encontrado nada.
Solo me queda tu espíritu,
  La presencia de tu alma.
   

¡QUÉ TRISTE!

Crece el naranjo en el patio,
Ya empieza a oler el azahar.
Flores blancas inundan los campos,
Ríos que llevan recuerdos del mar.


¡Qué triste haber sido y no poder pasar!
Las piedras buscando el azar se han colado,
Los peces salpican escamas de sal.

Crece en la mañana una azucena despacio,
Los colores del cielo intenta imitar.
Crece también la amapola en el prado,
La tierra de rojo ha podido manchar.

¡Qué triste haber sido y ahora no estar!
La oscuridad esta noche ha invadido mi patio,
Solo los olores puedo apreciar.

Y ahora solo y sin amparo espero,
Que el sol me deje volver a amar.
Pienso el día en que te quise con miedo,
Y a duras penas te dejé marchar.

¡Qué triste estoy y qué triste me veo!
Las cenizas del recuerdo intentan crepitar.
Donde hubo amor ahora hay recelo,
Por tu culpa las flores se han puesto a llorar.


RONOEL
(Leonor Trinidad, 2o ESO)





EL MUNDO DE LAS SOMBRAS

        Ya era muy tarde, pero continuaba sin poder dormir. Miré de nuevo por la ventana. Era estúpido, no iba a haber nada distinto desde el último vistazo, pero; aun así, seguí mirando una y otra vez hacia allí. Supongo que, de alguna forma u otra, estaba esperando que algo pasara, algo que cambiara repentinamente la situación. Pero, por más que pasaba el tiempo, todo siguió igual. Aun así, no me resigné a dormirme, pues si lo hacía, cuando me quisiera dar cuenta sería de día, y quería prolongar las escasas horas que faltaban hasta el amanecer lo máximo posible. Finalmente, y a pesar de todo mi empeño, el sueño terminó por vencerme.
       Me desperté y, deseando que siguiera siendo de noche, giré la cabeza para poder ver el despertador. Eran las diez en punto. Odiándome a mí misma por no haber sido capaz de permanecer despierta, me dejé caer sobre la cama; y allí me quedé, mirando al techo, deseando con todas mis fuerzas que el tiempo se parara para poder permanecer el resto de mi vida en aquel instante.
       Finalmente, me decidí a levantarme, después de todo, no quería pasar el día tirada en la cama. Una vez hube salido de mi habitación, me dirigí a la biblioteca. En el pasillo me encontré con Sara, una chica un poco más pequeña que yo, cuya habitación estaba en la misma planta que la mía. No hablábamos casi nunca, por lo que no esperaba que me dijera nada, pero, para mi sorpresa, no fue así.
       -¡Hola! Feliz cumpleaños-dijo ella.
       -¿Qué tiene de feliz?-contesté yo.
       -No sé… cumples catorce, ¿no deberías estar contenta?
       -Pues no.
       -Ah… Bueno, hasta luego.
       -Adiós.
      No sé por qué le dije eso. Simplemente podía haberle dado las gracias e irme, pero supongo que necesitaba decirle a alguien lo que pensaba realmente, y tuvo que ser con aquella chica que, al pretender ser amable, me había recordado lo único de lo que no quería hablar en ese momento, mi cumpleaños. Ahora tenía catorce, y casi con toda probabilidad tendría que quedarme en aquel horrible orfanato cuatro años más, hasta que pudiera irme al ser mayor de edad, pues casi todo el mundo adoptaba bebés o niños muy pequeños.
     Llegué a la biblioteca, cogí el primer libro que vi y me senté. Lo abrí y empecé a leer vagamente las páginas, pero, poco a poco, una idea se formó en mi cabeza que acabó por apartarme completamente de la lectura. ¿Y si me escapaba? Esa semana había mucha menos gente trabajando, ya que el lunes y el martes era fiesta y muchos habían aprovechado para cogerse unos días libres. Era sábado, así que posiblemente nadie se daría cuenta de mi ausencia hasta el miércoles. Además, tenía el dinero suficiente como para coger un autobús a alguna ciudad cercana. El único inconveniente es que tendría que ser hoy, pues así me daría tiempo de sobra para alejarme lo máximo posible, y si decidía esperar, pasarían meses hasta otra oportunidad así. Era muy precipitado, pero tampoco iba a echar nada de menos. Estaba decidido, hoy por la noche esperaría a que todo el mundo se durmiera y me iría.
     Esperé varias horas hasta que todas las luces estuvieron apagadas, salí sigilosamente de mi habitación y recorrí los pasillos que me separaban de la puerta principal. Una vez hube salido del edificio y hube recorrido dificultosamente las calles debido a la escasa luz de las farolas, llegué a la estación de autobuses. Compré el billete más barato que pude encontrar a un pueblo no muy lejano, a unas dos horas de camino. El autobús salía en una hora, así que me senté y me puse a pensar sobre lo que haría más adelante.
     Habían pasado ya casi cincuenta minutos cuando, de repente, un hombre que llevaba ya un rato deambulando por allí, cogió mi mochila y salió corriendo. Ahí estaba guardado el billete y todo el dinero, así que ni mucho menos podía perderla.
      Salí corriendo detrás de él. Crucé corriendo la carretera, no miré, así que no vi que en ese momento un coche estaba a punto de pasar. De milagro no me atropelló, pero ahora el ladrón se había alejado y casi no podía verle. Aceleré el paso y finalmente conseguí alcanzarle.
      Pasé a través de estrechas callejuelas por las que nunca antes había pasado, hasta que le perdí la pista en una especie de plaza. Estuve un rato intentando encontrarle, pero no pude, en parte debido a que no me alejé demasiado de allí por miedo a perderme más de lo que ya estaba.
      No sabía qué hacer. Había perdido el billete de autobús y todo el dinero, y por si fuera poco no tenía ni la menor idea de dónde estaba y no recordaba el camino de vuelta. Me fijé más detenidamente en aquel lugar. La plaza estaba delimitada por un cuadrado de baldosines, que en otro tiempo probablemente fueron blancos, pero que ahora eran de un profundo tono grisáceo; alrededor había varios edificios bajos, de uno o dos pisos, que parecían no haber sido habitados por nadie desde hacía mucho tiempo; en el centro de la plaza había una iglesia. Decidí entrar para ver si había alguien que pudiera indicarme como volver. Dentro había un sacerdote. Estaba tan ensimismado con sus rezos que no me oyó entrar.
       -Disculpe-dije yo.
       -¿Sí? –contesto él cuando volvió a la realidad.
       -Me he perdido, ¿podría decirme cómo se vuelve al centro?
     -Lo siento, pero hace años que no me salgo de esta zona, ya no me acuerdo del camino, de hecho me sorprende que hayas venido tú, hacía mucho tiempo que nadie venía por aquí.
      -¿No hay nadie que sepa cómo llegar?
      -No creo, a lo mejor Marcos sabe algo, pero no llega hasta mañana.
     -¿Mañana? Pero ya es de noche y tengo que volver, ¿no hay nadie más?
     -Me temo que no. Aunque si quieres puedes quedarte aquí, hay algunas habitaciones, en las que antes se alojaban los peregrinos, pero, como ya te he dicho antes, esto está vacío desde hace mucho.
      No me apetecía pasar la noche en aquel siniestro lugar, pero no tenía otro remedio.
     -Vale, gracias.
     -Por cierto, ¿cómo te llamas?
      -Carolina, ¿y usted?
      -Sebastián.
      Esperó unos segundos antes de continuar.
-¿No serás por casualidad Carolina Martín?
-Sí, ¿cómo lo sabe?
-Yo te bauticé en esta misma iglesia hace trece años, lo recuerdo porque en el bautizo solo estuvisteis tú y tu madre.
-Sería otra persona, yo no nací en esta ciudad.
-Espera un segundo.
Se fue y cuando volvió traía consigo un papel, me lo entregó. Era una partida de nacimiento, y ponía mi nombre y el de mi madre.
-Tiene que ser un error.
-No lo es, me acuerdo de ti, y de tu madre, por entonces tendría unos veinte años, ¿no es así?
-Sí, acababa de cumplir veintiuno.
-¿Cómo os va?
-Ella murió hace once años, cuando yo tenía tres.
-Lo siento mucho.
-No importa.
      Después me despedí y pasé a la habitación en la que pasaría la noche. No era muy espaciosa, tenía lo más básico, es decir, una cama, una silla y una mesita de noche. Todo estaba lleno de polvo, por lo que supuse que nadie se había molestado en limpiar allí desde que ya no había peregrinos. Me dormí rápidamente debido a todo lo que había pasado hoy, pero mis sueños estuvieron llenos de edificios abandonados e iglesias siniestras.
      Me desperté y busqué al cura para preguntarle si había llegado ya ese tal Marcos, pero no lo encontré, así que me senté en un banco para esperarle. Pasaron diez minutos cuando un hombre entró en la sala en la que me encontraba. Antes de hablar me miró unos instantes, como si estuviera analizándome.
      -¿Quién eres?
      -Me he perdido y no sé cómo volver al centro.
      -Ah, tienes que ir por esa calle y luego girar a la derecha, después subes una cuesta y cruzas la carretera. Luego si quieres te acompaño…
     - Carolina.
     -Yo soy Marcos.
     -Ya, el otro cura me habló de usted.
     -¿Qué otro cura?
-Sebastián, estaba aquí anoche.
-Anoche no había nadie, te lo habrás imaginado. De todas formas creo que antes aquí había un sacerdote llamado así, pero falleció hará unos diez años.
Palidecí de repente.
-¿Estás bien?-preguntó.
-Sí, pero me tengo que ir.
     Me fui tan rápido que no alcancé a escuchar su respuesta, pero solamente pensaba en irme de aquel lugar. Empecé a correr por calles al azar sin fijarme en qué dirección estaba avanzando, hasta que llegué a una pequeña panadería. Entré para preguntar si alguien sabía cómo podía salir de aquel lugar. Pero allí estaba Sebastián. Me fui corriendo, pensando que no me había visto, pero no fue así, porque salió también de la tienda.
     -Espera, Carolina.
-¿Qué quieres? ¡Déjame!
-¿Qué te pasa?
-He hablado con Marcos.
-¿Y qué te ha dicho?
-Que no hay más curas aparte de él, y que el anterior murió hace diez años.
-¿Eso te ha dicho? No es verdad. Nunca fallecí, me fui.
-¿Dónde?
-Aquí.
-¿Qué?
-Verás, este no es tu mundo, aunque lo parezca, es el Mundo de las Sombras. Al venir debes de haber cruzado una de las entradas que comunican los dos mundos.
-Estás loco, me voy de aquí.
-¿Segura? Fíjate en ese árbol, no tiene sombra, porque ya es una sombra.
Era verdad, ni el árbol, ni nada de allí tenía sombra.
-¿Qué está pasando?
-Ya te lo he dicho, este no es tu mundo.
-¿Y cómo puedo volver?
-No puedes, es imposible.
-Tiene que haber alguna forma, si hay una entrada tiene que haber una salida en alguna parte, ¿no?
-No la hay. En este mundo vive la gente que no quiere estar en el Mundo de los Mortales. Porque no son como ellos, son sombras, aunque cuando llegan aquí todavía no lo saben. Verás, por cada persona que nace, nace una sombra, a simple vista parecen mortales corrientes, pero no lo son; así que, tarde o temprano, acaban viniendo aquí, huyendo de su mundo.
-¿Estás diciendo que soy una sombra? Yo no estaba huyendo de mi mundo.
-¿Segura? ¿Y por qué escapaste del orfanato entonces? ¿Y acaso no te sentías diferente, invisible para todo el mundo?
-A veces, pero…
-Estarás mejor aquí. Además, aunque quisieras, no podrías irte.
Pasó el tiempo rápidamente, pues, la verdad, todos los días eran exactamente iguales y acabé perdiendo la cuenta de los días que llevaba allí, así que se lo pregunté a Sebastián.
-No lo sé, pero tampoco importa demasiado-respondió él.
-¿Por qué?
-Porque aquí la gente ni envejece, ni muere; porque aunque un mortal envejezca, su sombra no envejece, y cuando este muere, su cuerpo sigue teniendo sombra.
-Pero yo no quiero seguir viva siempre.
-Te acostumbrarás, algunos llevan aquí miles de años.
Durante varios días estuve pensando en algo que no lograba explicarme, así que al fin me decidí a preguntar por ello a Sebastián.
-He estado pensando, si nadie puede salir de este mundo, ¿cómo es que te vi en la iglesia aquella noche?
-Mejor no sigas por ese camino.
-¿Qué quieres decir? Quiero saber qué está pasando.
-No puedo decírtelo.
-¿Por qué? Acabas de decirme que tengo que quedarme aquí para siempre, y si hay alguna posibilidad de que pueda marcharme tienes que decírmela.
Estuvo reflexionando sobre ello un rato hasta que por fin contestó.
-Escucha, puedes salir de aquí si quieres, pero si lo haces no podrás volver atrás.
-Está bien.
De repente aparecí en una sala de un hospital, yo estaba en la camilla, con una máscara de oxígeno, y observaba todo desde fuera de mi cuerpo. Había varias enfermeras en la habitación, pero no podían verme. Un libro estaba abierto encima de la mesa, con mi historial médico: “Carolina Martín, catorce años, accidente de tráfico”.
Mi muñeca estaba conectada a un aparato que medía mis pulsaciones, que eran cada vez más débiles. Vi cómo empezaba a llegar gente que intentaba que no se me parara el corazón, de momento sin resultado. Me miré, estaba empezando a desaparecer.
De repente recordé todo, cuando crucé la carretera persiguiendo al hombre que me robó la mochila no llegué a esquivar el coche, sino que me atropelló y me llevaron al hospital.
En cuanto al Mundo de las Sombras, supongo que nunca llegaré a saber si todo fueron imaginaciones mías o mi alma realmente salió de mi cuerpo y viajó hasta allí. 

Rosa Azul
 Silvia Irene Lorenzo
2 de ESO





          
 

         

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